Mariano Rajoy y Pedro Sánchez que han hablado mucho, incluso atropelladamente, no han dicho nada nuevo. Es más, llegaron a parecer dos niños jugando a ser gallitos de pelea, con salidas de tono muy alejadas del nivel que deben exhibir dos hombres que quieren encabezar los destinos de uno de los países más importantes de Europa.
¡Decepcionante! Tanto que no han hecho con su actitud, otra cosa que dejarnos claro por qué peligra el tradicional bipartidismo. Los partidos del estatus ya no tienen nada que ofrecer.
No significa en todo caso, que el bochornoso debate garantice el fin necesario de la hegemonía de los dos grandes partidos de la derecha nacional, aunque se presenten como rivales, porque es muy probable que a última hora los ciudadanos puedan pensar que más vale malo conocido que bueno por conocer y aparquen hasta mejor ocasión, las esperanzas y expectativas de Pablo Iglesias y Albert Rivera.
Por lógica, visto lo visto, los presidenciables de Podemos y Ciutadans deberían estar fregándose las manos, pero el pueblo manda y de acuerdo a la percepción que tenemos los españoles acerca de los partidos, a este pueblo parece costarle más cambiar de partido político que lo que le costaría a un forofo del Real Madrid, pasarse al Rayo Vallecano o a uno del Barça, al Espanyol. Cuestión de costumbres y falsos dogmas.
En definitiva, ha sido un cara a cara en que no hemos llegado a entender el mensaje y en el que las descalificaciones han superado a las escasas propuestas que debieron ser el plato fuerte de la noche.
Lo que mejor podría definir esta confrontación es que ha sido un verdadero diálogo de besugos.