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La proeza de llegar a los cien años de edad

Este domingo, el alcalde de Terrassa en su extraña manía de querer acercarse a cada uno de los 220 mil terrassenses, pero que por tiempo, si llega a mil será demasiado, se ha desplazado hasta el domicilio de una ancianita que ha cumplido su primer siglo -y suponemos que único, por cuestiones también de tiempo- de vida.

En esta ocasión no diré el nombre de la cumpleañera porque la experiencia me indica que soy ave de mal agüero y no quiero produndizar en datos ni detalles, más que desearle que lo pase fenomenal junto a su pléyade de hijos, nietos y bisnietos.

Para ilustrar un poco el presunto gafe de los centenarios, les contaré que allá por 1993 o 94, antes de tener la muy mala idea de pensar que regresando a mi Terrassa natal podría romper aquel maleficio que señala que "nadie es profeta en su tierra" y darme en las narices con un esquema caciquil, cerrado y pueblerinamente autocomplacido, entrevisté en la radio madrileña de la que era jefe de los informativos, a una buena dama que cumplía su primer centenario.

Era simpática la buena matriarca, divertida, amplia de mente y escasa de vista. En pocos minutos llenó el éter madrileño de anécdotas, chistes, canciones y chascarrillos, con un gracejo inigualable. A fin de cuentas, era cordobesa y tenía la gracia de la tierra. Además era devota del Santo Custodio, con quien me confundía.

Todo iba bien en la entrevista en directo, hasta que se me ocurrió cantarle el "cumpleaños feliz", pero como "cumplesiglo feliz", momento en que la dama antañona con una sonrisa satisfecha en su desdentada boca, recostó la cabeza al lado de su micrófono y dio un amplio y sonoro suspiro. Su hija, bastante mayorcita y su nieta de buena edad y mejor ver se percataron del tránsito de la vieja cuando exclamé asombrado y sorprendido "la puta madre que me parió"

Suspendida la entrevista y cerrado el estudio de informativos por causas de fuerza mayor, la programación siguió su curso habitual desde la sala de locución número 2 hasta que se llevaron su cuerpo sin vida.

Ese día me prometí no saludar nunca más a nadie que cumpliese los cien años.

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